09/11/2015
Bibliobotánica

Hace poco, en la oscuridad del cine viendo The Martian de Ridley Scott, nos fascinó ver todo lo que consigue este astronauta botánico que se queda solo en Marte, un canto a la ciencia y la técnica para expandir los horizontes de la humanidad. Específicamente, ver la primera hoja verde de unas patatas que cultiva para sobrevivir. Como él dice bien, ha hecho muchas cosas en Marte por primera vez, y la película registra esa emoción de las primeras veces de manera épica y sencilla.
Y es curioso, porque este último año hemos tenido varios libros en la librería sobre las maravillas de la vida vegetal, que han atraído la curiosidad de bastantes lectores. Uno de ellos, el neurobiólogo vegetal italiano Stefano Mancuso, visitó Barcelona para presentar su libro en Galaxia Gutenberg Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, y apareció en la Contra de La Vanguardia, que como de costumbre es un gran aparador de libros curiosos.

También José Antonio Marina, el divulgador de ideas, también conocido por haber patentado alguna calabaza, apadrinó el libro de Aina Erice publicado en Ariel La invención del reino vegetal.
En septiembre, Turner publicó un gran libro de fotos, titulado Universo verde. Viaje micróscopico al interior de la célula vegetal, una maravilla.
Y ya hemos vendido casi veinte ejemplares de un libro que aún está por traducir del francés, del historiador de los sentidos Alain Corbin, La Douceur de l'ombre. L'arbre, source d'émotions de l'Antiquité à nos jours (La dulzura de la sombra. El árbol, fuente de emociones desde la antigüedad a nuestros días).
En ese libro aparece mencionado varias veces el poeta Jaccottet, que en su Cuaderno de verdor o en El paseo bajo los árboles (que también salió este verano en catalán en Dias Contados, El passeig sota els arbres), vuelve una y otra vez, en una larga tradición poética, a lo que podríamos llamar el sublime vegetal, una especialidad del éxtasis kantiano —ante el cielo estrellado sobre nosotros, ejemplarmente— pero prefiriendo como dice, las sencillas flores del camino o árboles no muy espectaculares. De antología es el principio del Cuaderno de verdor, titulado «El cerezo», donde se convoca a una alegría paradisíaca del que muchas veces las plantas son una minúscula puerta de acceso momentáneo. En esa línea, otro escritor francés no muy conocido pero del que tengo experimentado como la gente práctica con él el boca-oreja de admiración absoluta, Christian Bobin, del que justamente acabamos de recibir su nuevo libro en Gallimard, Noireclaire, donde las flores desarrollan un magnetismo continuo. (Me acuerdo de Jack Goody, el historiador británico que murió este verano con casi cien años, uno de sus libros se titulaba La cultura de las flores, sobre los usos que la humanidad le ha dado a esa explosión cromática vegetal).
Otra vez más, ciencia y literatura se acercan al mismo objeto, que estaba ahí muchos miles de años antes de que llegaran la ciencia y la literatura a hablar de él y que seguramente seguirá ahí, mecido al viento —tóxico o no— cuando las civilizaciones humanas sean un eco remoto.
Como contrapunto siempre habrá en la modernidad gentes de Baudelaire a Calasso que se rían —y con motivo— de los "adoradores de verduras", también Sócrates en el Fedro dice algo así como que prefiere la ciudad al campo porque los árboles no hablan. Ahí está el punto nodal del deshoje de la margarita “me gustan / no me gustan” las plantas, el silencio cómplice y el habla por medio del color y el aroma, la callada compañía o la indiferencia cósmica como las rocas inflamadas que corren por el espacio. En La Folie Baudelaire de Roberto Calasso, en Anagrama, (que pronto editará también El Ardor, su segundo libro sobre el mundo védico después de Ka, y en el que tiene curiosamente gran protagonismo el soma, una planta vital para el sacrificio, uno de los temas centrales del libro) muestra este diálogo sobre el célebre pintor de bailarinas Degas:
Una señora le dijo a Degas, buscando su aprobación:
— Mi hijo pinta una pintura muy sincera frente a la naturaleza.
— ¿Qué edad tiene su hijo, señora?
— Está por cumplir quince años.
— Tan joven y ya es sincero frente a la naturaleza, exclamó Degas. ¡Lo siento, señora, es un caso perdido!